La historia de nuestra salvación implica siempre una lucha por la vida eterna. Pero vive tiempos particularmente difíciles desde el fin de la edad media. Son ya más de 500 años de esta época en que la cristiandad está bajo asedio en todos los frentes. Nuestras conciencias modernas han sido formadas dentro de parámetros y categorías antropoteístas, es decir, anti teístas y en particular, anti cristianas. El resultado es el que podemos constatar todos los días en las noticias: debacle espiritual, moral, social, política y económica. La penuria es tanta que nos hemos acostumbrado a ella, y la consecuencia de esto es que no podemos distinguir con claridad la raíz de los problemas.
Difícilmente podemos imaginar un escenario más precario para el alma humana que el actual. Los niños de la calle son un buen ejemplo de hasta qué punto hemos naturalizado la catástrofe; los hemos dejado en desamparo, sin educación, sin salud, sin familia ni hogar, sin esperanza y sin Dios. Lo mismo en distintos grados podemos decir que sucede en prácticamente toda la sociedad. ¿Cómo es que hemos llegado a este punto? Ya en el siglo XIX, Juan Donoso Cortés, el pensador español, atribuía el origen de todos los errores sociales al olvido –como civilización- de la realidad del pecado original.
La modernidad olvidó la condición caída del ser humano, se llenó de un optimismo insensato y comenzó a planear una utopía en donde Dios no era necesario. Babel. Desde entonces, surgieron uno tras otro, los “ismos” que han de venir –ahora sí- a construir un nuevo paraíso en la tierra: capitalismos y comunismos en todas sus variantes y en todas partes, bien en forma de avances tecnológicos, de ideologías de moda, de aspiraciones irreales, de un sinfín de distractores, etc., conjuntando una red de idolatrías en donde el alma se extravía en esta vida y en la futura.
El resultado es una civilización desamparada –sin el amparo de Dios-, llena de hombres y mujeres tristes, aburridos, sin esperanza y con una inclinación al pecado que no tiene ya el freno que antes proveía la Iglesia. La vida del alma del hombre contemporáneo está vacía de esos grandiosos y sanos arquetipos –por hablar en términos psicológicos- con que la cristiandad edificó todo un mundo: la creación, la gracia original, la caída, el plan de salvación, el infierno, el cielo, el pecado, Dios hecho hombre, su Santa Madre la Virgen María, los santos y los ángeles, etc.
Cuando esos arquetipos eran encarnados por el ser humano, un gran entramado metafísico con formas jurídicas se encargaba de producir sociedades en donde las palabras Verdad, moral o valores, significaban algo. Hoy es casi imposible explicarle a una persona deprimida que la solución radical a esa depresión no está en un fármaco o en el psicoanálisis, sino en la gracia de Dios. Esa dificultad se debe a que tantos años de secularización han adormecido en el alma esos arquetipos, sustituyéndolos por coachings, decretos, mantras, terapias, filosofías y un sinfín de soluciones cosméticas que terminan engrosando en mercado de la espiritualidad, las terapias, el new age, el orientalismo, etc. Impresiona el tamaño de la mentira de una civilización en la que todos se asumen como “seres de luz”, siendo que nunca ha habido tantos hombres tan tristes y desesperados.
Un buen primer paso hacia la salvación es aceptar un hecho simple –confirmado por 500 años de secularización fracasada: el hombre es un problema sin solución humana. Si aceptamos eso concluiremos que Dios es la solución. Y esa conclusión a su vez, produce de manera milagrosa una concatenación de silogismos que el magisterio de la Iglesia, guiado por el Espíritu Santo, resumió con perfección divina en el Credo de Nicea Constantinopla. Así pues, si queremos hallar Vida, y Vida en abundancia, (hoy le llaman los psicólogos, “el sentido de la vida”) la respuesta en simple: ¡vivamos apasionada y encendidamente nuestro catolicismo!