Negarse a admirar es la marca de la bestia.
Nicolás Gómez Dávila
Se atribuye a Tomás Alva Edison la frase que afirma que incursionar en la ciencia te aleja de Dios, pero profundizar en ella te acerca de nuevo. Sin duda, seducción del maligno y perdición de muchas almas, son todos los aspectos del mundo que nos hacen perder el asombro ante la existencia primero, luego ante la inmortalidad del alma y sobre todo, ante la inaudita salvación que Dios nos ha regalado.
En la liturgia de las horas, el salmo 94 nos recuerda todos los días, el reproche de Dios ante nuestra infidelidad, “aunque habían visto Mis obras”. Toda la historia de la salvación, la doctrina, la sagrada escritura, las devociones populares están impregnadas en esta estrategia divina para mantenernos despiertos en la lucha contra los enemigos del alma, por medio del asombro. ¿No acaso los milagros de Nuestro Señor Jesucristo fueron el origen de su vida pública? ¿No ante sus milagros muchos incrédulos se convirtieron, llenos de asombro, en primer lugar?
Un aspecto de la didáctica divina para nosotros, sus ovejas, siempre propensos al extravío, es mantenernos en constante asombro, para que la gratitud sea su resultado. El Santo Temor de Dios, don del Espíritu Santo, engloba en sus muchos beneficios, la certeza de ser creatura de un Dios Todopoderoso, y por tanto todas las actitudes que se desprenden de serlo: la alabanza, la bendición, la adoración, la glorificación y la acción de gracias a Dios Uno y Trino.
Sin embargo, nos hemos quedado sin asombro. Le llamamos cientificismo a esta actitud que pretende ver explicaciones últimas en explicaciones causales, y que reduce el misterio de la existencia a la materialidad visible y medible. La sólida explicación teológica sobre nuestro origen, el Génesis –explicación sencilla, profunda, suficiente y pertinente- que ha sido fuente de salud psicológica para incontables generaciones, y enorme reserva civilizatoria para el mundo entero, ha sido reemplazada por un sinnúmero de explicaciones positivistas y racionalistas; teorías, le llaman. Qué flaco favor hacen a la humanidad, despojándola de la metafísica que tanto consuelo ha dado a la humanidad, porque “jamás la ciencia ha enjugado una sola lágrima”, dice algún autor católico cuyo nombre no recuerdo.
Hoy, sin esas historias, el ser humano tiene que recrear en su propia vida, los arquetipos que de haberlos aprendido en el seno de la familia, le hubieran evitado una vida de pecado o asegurado una vida plena. ¿Cuántas veces hemos visto a nuestro alrededor, personas que sin saberlo, siguen los pasos del hijo pródigo, de Caín y Abel, de Abraham y Sara, de Jezabel, Jonás, Job, la mujer de Lot, o Judas Iscariote? Su destino lo conocemos de antemano. Sin la humildad de reconocer en la Biblia la voz amorosa de un Padre que nos quiere rescatar, nos condenamos a vivir sin asombro una vida sin trascendencia alguna.
Sin asombro –mínima garantía de una actitud humilde- comenzamos a pensar con la soberbia del ángel caído, o con la insensatez de los primeros padres. Sin asombro cambiamos la alabanza por la indiferencia, la bendición por la irreverencia, la adoración por la apostasía, la glorificación por la blasfemia, y la gratitud por la autosuficiencia.
Hacemos yoga, leemos horóscopos, meditamos y decretamos, “aunque hemos visto Sus obras”.
Abandonamos a la Iglesia, criticamos a la jerarquía, ignoramos su misión en la tierra, “aunque hemos visto Sus obras”.
Somos seculares, masones, marxistas, posmodernos, liberales, feministas, “aunque hemos visto Sus obras”
Somos demócratas, individualistas, hedonistas, narcisistas, deconstruidos, “aunque hemos visto Sus obras”
Somos populares, virales, líderes, innovadores, somos como dioses, “aunque hemos visto Sus obras”
Asombro o blasfemia, esa es la disyuntiva. ¿Y de qué hemos de asombrarnos? Ay, de todo, de la creación, del tiempo, del alma, de la redención, de nosotros mismos, pues hasta el último de nuestros cabellos está contado, y porque ningún pajarillo cae a tierra si no es en presencia del Padre.