He estado recientemente –a regañadientes- en diversos grupos en los que se debaten temas álgidos de la moral en estos tiempos. Aborto y eutanasia sobre todo. De entrada aclaré que la cultura del debate es a estas alturas un mero tic, una muletilla de la sociedad contemporánea. Igual que la invocación de la palabra “diálogo”, “tolerancia”, “inclusión” o “equidad”; cuando alguien enarbola la palabra “debate” uno debe suponer que estamos frente a -ni más ni menos- que al individuo consciente, dueño de sí, libre, informado, responsable y encargado de llevar adelante la utopía. Nada más falaz, claro está.
Acto seguido aclaré que debatir por debatir puede ser una trampa mortal, pues no todos los temas son –deben ser- debatibles, por ejemplo, la muerte de un bebé en el vientre de su madre. Luego mencioné que no me quedaba claro el propósito de debatir, aduciendo que ciertamente, debatir casi nunca convence a la contraparte ni hace que cambie de bando. Pocos se convencen por silogismos o razonamientos –o argumentos, como se les llama tan frecuente e impunemente-, sino por emociones y experiencias, sobre todo si se trata de temas importantes.
En resumen, me sumí –con los ojos muy abiertos- en la cultura del diálogo y el debate, una de las banderas favoritas de la modernidad y que conlleva todos sus vicios: falacias, imposturas, trampas y utopías. En particular en el tema del aborto, advertí -además del típico adoctrinamiento expresado en la repetición acrítica de otras muletillas- la confluencia triste de tres componentes: prejuicio, engaño y baja autoestima.
El católico, el defensor de la vida, de la sensatez, de la racionalidad, de la humanidad y del temor a Dios, de inmediato se ve envuelto en un escenario previamente preparado por siglos de secularización y de antropoteísmo. En este escenario se ha diluido la pirámide de valores y los criterios para definirlos, saliendo triunfante de antemano el horror y la indignación de los nuevos iluminados, ante quien ose manchar los antivalores del mundo contemporáneo: “¿Me estás diciendo que no tengo el derecho de matar a mi hijo en mi vientre? ¡¿Quién te crees que eres, retrógrada?!” Insisto, debatir un tema como el aborto es ya una pérdida. Tener que hacerlo porque el asunto es un tema de “salud pública” es trágico porque se usa algo bueno para introducir una discusión perversa. Pero es de plano una locura tener que debatir un tema como el aborto cuando el principal “argumento” de los abortistas es una supuesta facultad omnímoda de autodecisión, autodeterminación y autopercepción de la persona, sobre todo lo que encarna, piensa o desea: “asesino a mi hijo porque es mi cuerpo.”
La locura no es sólo debatir algo así, también lo es la cadena de errores que hacen que ese debate sea pertinente. El estado de la cultura actual en términos morales no es algo normal, hay una serie de ideas que, concatenadas a lo largo de varios siglos, han producido el mundo moderno con todos los males que trajo consigo.
La dilucidación de esa cadena de errores de manera clara y contundente es una tarea pendiente de la cristiandad, pues si bien el Magisterio de la Iglesia siempre ha sido claro, hoy más que nunca es necesario que volvamos a diferenciar contundentemente la Verdad del error, es decir, reinstaurar la Cristiandad.
Continuará…