La cristiandad del siglo XXI, abrumada por el peso del asedio moderno e ilustrado, apenas va abandonando la reacción y la defensa –de ahí que nos sigan llamando reaccionarios. Pero hay signos de que el proceso ha llegado a un punto de equilibrio después del cual es dable suponer una nueva era del catolicismo, acrisolado por formidables pruebas por parte del mundo, representado por católicos de fuego capaces de responder contundentemente al reto de fortalecer la cristiandad para la gloria de Dios y el bien del prójimo.
Volviendo a la locura del aborto, tratado en la primera parte de este texto, el antropoteísmo –cuya consecuencia natural es este horror extremo- se transforma en una especie de solipsismo colectivo para el que resulta un ruido molesto todo lo que la civilización, la ciencia, el derecho o el sentido común tengan que decir. Esto provoca de entrada un debate cuyos argumentos no se tocan. Lo que uno y otro bando aducen, pertenecen a epistemologías y cosmovisiones distintas. ¿Cómo hemos llegado a este extremo del secularismo, que se parece tanto a un fundamentalismo religioso?
El prejuicio pues, consiste en que el abortista descalifica de entrada al “pro vida”, insertándolo dentro de un imaginario asociado con lo retrógrado, oscurantista, heteropatriarcal y –horror de horrores- lo católico. Será muy difícil hacer ver a esta persona que su postura no es lo virtuosa y luminosa que pretende, sino por el contrario, el triunfo de la barbarie. Por regla general la erradicación de un prejuicio es tarea casi imposible, máxime si se funda en la peor parte de la condición humana: la concupiscencia, la pereza o la estupidez.
El engaño se manifiesta en la alienación de todo el asunto. Literalmente se trata de un asunto que la agenda abortista se esfuerza en “viralizar”, asociándolo al tremendo poder mediático de la farándula o el mundo del espectáculo. Sus herramientas son efectiva mercadotecnia: un buen slogan, datos duros –falseados- con sesgos convenientes, narrativas lacrimógenas y pañuelos verdes. No se trata de un reclamo social mayoritario ni de la respuesta de emergencia a un número desmesurado de muertes maternas por abortos clandestinos. Se trata de una moda. Esta moda perversa es efectiva y va paulatinamente avanzando en el imaginario social con el objetivo de alcanzar el estatus legal. Primero se introduce como un tema médico, luego se viraliza con marchas y plantones, luego viene el pañuelo verde más el slogan, y antes de darnos cuenta, tenemos a personas formando colectivos e impulsando este “derecho” -al mismo tiempo que defienden a la vaquita marina o emprenden una cruzada contra los popotes. Lo siguiente, lo lógico, lo imperativo, lo virtuoso, es legalizarlo.
En estas condiciones, la baja autoestima está ya muy lejos de poder ser vista o siquiera, concebida. Una cultura para la que es un signo de progreso, y para lo que se torna necesario y virtuoso el que las madres maten a sus hijos, es triste y oscura, absurda y peligrosa, contraria a los arquetipos y mitos fundamentales que garantizaron la sobrevivencia de los grupos humanos desde que el ser humano se separó del resto de los homínidos. Significa en el mejor de los casos, conformarse con esta “solución” –matar a un ser humano- ante una problemática estadísticamente poco relevante; y en el peor –disfrazada de un supremo virtuosismo de la libertad humana- la claudicación de lo que hace grandes y sanas a las culturas, frente lo que las destruye y menosprecia.
Una sociedad de orcos o de caníbales no sería tan distinta, y una sociedad tal, llegó a degradarse tanto porque en algún momento comenzó a debatir dogmas.