La misión del profeta Elías, en el fin de los tiempos, según se narra en Mateo 17.11 y en Malaquías 3. 23-24, es “restaurarlo todo” y “volver el corazón de los padres a los hijos y el corazón de los hijos a los padres”.
Y añade Dios, en palabras de Malaquías, “no sea que venga yo a herir la tierra de anatema”.
En estos tiempos exaltados y de ánimo apocalíptico se entienden mejor estas referencias sobre Elías, que en tiempos no tan aciagos pasaban casi inadvertidos. Y es que la vuelta del corazón de padres a hijos, y viceversa, podría ser una síntesis mínima de la historia de la salvación y del Evangelio mismo. ¿Acaso no fue el derecho de llamar “Padre” a Dios, una de las grandes gracias de Jesucristo para el género humano?
Pero la apostasía general en la sociedad, propia de la modernidad e instigada por la masonería, ha roto esa naturalidad sana de sentirnos creaturas de un Padre común. Lamentablemente, este fenómeno ha permeado al ámbito de personas y familias. Debido a sistemas económicos impuestos por la sinagoga de Satanás, las aspiraciones y paradigmas han cambiado la sencillez fecunda de la familia católica, por el caos narcisista e infecundo que hoy nos agobia. Familias fragmentadas, “alternativas” o destruidas, son el saldo trágico de todo ese “progreso”. Hoy, la sociedad venera ese embate al padre con palabras como “abajo el patriarcado” o conceptos como “subversión”, “deconstrucción”.
Y pocas cosas más trágicas que hijos que crecen sin un padre, o aun con padre, cuando el padre no cumple con su función arquetípica de protector, legislador y proveedor, bien sea por autoridad disminuida, por ausencia o por violencia.
Las consultas psicológicas están llenas de estos casos, hombres sin hombría y mujeres sin reglas, ambos sin fundamento y soporte, ocasionados por crecer en un entorno donde el padre no llena su arquetipo, generando angustia y odio en las almas.
Llegados a este extremo, los manuales de psicología secular recetan todo tipo de terapias, “insights”, charlas, análisis, actos simbólicos, etc. Todo esto sobra si el alma en cuestión no acude directamente al Padre Eterno. Llegados a este punto, Dios es más real y el padre físico es más un símbolo.
El Padre Dios no defrauda, siempre acoge al corazón que le clama en medio de la angustia, lo sacia de soporte y de fuerza, puede convertir al más pusilánime en el más arrojado, al más angustiado en el más fuerte, a la más insegura en la más digna y a la más desbocada en la más virtuosa. Innumerables defectos y vicios se alivian en el momento en que la persona con un complejo paterno se siente acogida, reconocida y protegida por el padre. Grandes conversiones se han dado a partir de este momento crucial. Se abre de pronto, para esa persona, el merecimiento, la confianza, la herencia, la fuerza, el deber y el heroísmo. Nada más sano para las personas que contar con un padre y una madre, cumpliendo cada uno su papel esencial.
Pero claro, hoy, época en la que nos repiten en todas partes que todo eso no son más que roles impuestos por una sociedad equivocada, la paternidad y la maternidad tienen que abrirse paso a codazos para seguir generando personas sanas y productivas, tanto para este mundo como para el venidero.