“He aquí, yo hago nuevas todas las cosas”, dice nuestro Señor en Apocalipsis 21, 5. De muchos modos, el Señor y Dador de Vida, el Espíritu Santo, está haciendo nuevas todas las cosas a cada momento. Sin embargo, por supuesto que existen momentos especiales de esta Gracia. Uno de ellos es el bautismo, por el que venimos a ser hijos de Dios y parte de la Iglesia, esposa de Cristo. Es nuestra puerta a la salvación y un sello que llevaremos en el alma para toda la eternidad.
Nosotros, infieles católicos, estamos acostumbrados a un mundo con instituciones derivadas de la Iglesia, es decir, estamos acostumbrados a las bondades de la civilización católica. Pero las cosas están cambiando radicalmente en los últimos tiempos. Es decir, la Iglesia está en crisis, y el asedio al catolicismo y sus valores está en un punto nunca antes visto, y no obstante seguimos disfrutando de los vestigios de esa herencia. Somos como la nueva generación de una familia rica que mira con desprecio a sus fundadores, mientras disfruta de la herencia recibida de ellos. Una locura.
Si este fenómeno continúa, deberemos volver a acostumbrarnos a un mundo sin valores católicos, es decir, feo, malo y mentiroso. Este panorama es especialmente grave cuando se da en el ámbito de la familia.
Los que tenemos la fortuna de vivir en un país de tradición católica observamos con gran claridad cuando una persona o familia no aprovecha esta situación, por ejemplo, cuando no se han bautizado o cuando han apostatado de la Iglesia. Es muy común en esos casos observar muchas situaciones negativas alrededor de diversos aspectos de la vida, sobre todo cuando ese alejamiento de la Iglesia data de varias generaciones atrás. Muchas costumbres, actitudes y concepciones que para una persona o familia tal son normales, son en realidad anómalas, al menos para aquellos que cuentan con la protección moral y espiritual de la Iglesia. Divorcios, enfermedades, peleas, disputas, heridas abiertas y un largo etcétera son normales en esos ámbitos.
Cuando alguien inicia una labor de evangelización en esos términos se topa con un sinfín de dificultades, como el orgullo, el escepticismo, el rechazo, la desidia o, de plano, el ataque frontal contra los que oran por llevar a esa persona o familia al arca de salvación que es la Iglesia. La recomendación es siempre iniciar una vida de sacramentos y de oración. Pero la sola mención de esas palabras genera burla y rechazo. Solo la oración procede en estos casos, y, por supuesto, la esperanza. Cuesta trabajo concebir la salud del alma, de la familia, del espíritu, si no se abre el espíritu a la gracia santificante.
Por eso, la oración de la Iglesia Universal es, en parte, una oración de intercesión por la Iglesia militante, para que podamos vivir “libres de pecado y protegidos de toda perturbación”.
Oremos, pues.