Los cristianos de los primeros tiempos, como todo el mundo sabe (aunque muchos no quieran saber), dieron la vida por la paz y jamás formaron parte de ninguna revolución armada. Se dejaron comer por los leones y sufrieron mil escarnios y malos tratos. Muchas veces (o siempre, en mayor o menor medida), cuando alguien pacífico se defiende, causa más rechazo que cuando el violento invade y conquista. Este es el fenómeno de las Cruzadas. La leyenda negra que recae sobre este movimiento es conocida por los que saben de las cosas. Pero también se da el fenómeno de creer que el pacífico tiene que soportar cualquier tipo de violencia sin opción a la defensa y, cuando osa hacerlo, pareciera que es un insulto grave para quien cree que puede abusar de este sin que se oponga resistencia. No hay nada más humillante que ver cómo el manso se defiende.
En términos particulares, no se puede negar que existieron malos comportamientos por parte del personal que componía las Cruzadas, pero este fue un movimiento noble de defensa y no de ataque para imponer la Fe a golpe de espada.
Después de que Jerusalén fuese destruida por los romanos en el año 70 D.C., la ciudad fue abandonada. Pero con la aceptación del cristianismo en tiempos de Constantino y bajo el impulso de la Emperatriz Santa Elena (madre del Emperador Constantino), se construyeron iglesias en los lugares santos y comenzó a ser lugar de peregrinación de cristianos. En el año 638, los árabes asediaron la ciudad por cuatro meses y el gobernador bizantino de Jerusalén, Sofronio, decidió rendir la ciudad ante el califa Omar (creador del Estado Islámico).
Después de las negociaciones se firma el llamado “pacto de Omar”, en el que este se comprometía a respetar la ciudad y a sus habitantes mediante el pago de un impuesto. Se respetaba la libertad religiosa de los cristianos, sus propiedades y sus lugares de culto. Nadie quedaba obligado a convertirse al Islam.
Hay que hacer notar que tras esta primera incursión no hubo ninguna respuesta por parte del mundo cristiano, fue acatado el acuerdo y los musulmanes pasaron a gobernar Jerusalén previo pago de un impuesto para poder seguir practicando la religión cristiana.
En el año 1071, los selyúcidas (turcos convertidos al islam en el siglo X), llevaron a cabo “la Guerra Santa”, derrotaron al Imperio Bizantino en la batalla de Manziker, tras lo cual pasaron a controlar Jerusalén. Los bizantinos aterrados ante tan implacable enemigo pidieron ayuda a sus hermanos cristianos de Occidente, ya que tras el cisma del año 1054 habían quedado separadas ambas iglesias (católicos en Occidente y ortodoxos en Oriente).
Hay que tener en cuenta que, además del peligro que representaba esta invasión para “La Cristiandad” (que así es como era llamada Europa en aquel tiempo), ya que España estaba en poder musulmán, y una vez caído el imperio de Oriente, no se detendría y avanzaría hacia Occidente, también se había perdido Jerusalén, con todas las connotaciones que eso tenía para el pueblo cristiano.
La situación era gravísima, Jerusalén tomada y los turcos avanzando y aniquilando lo que encontraban a su paso. Por un lado, se trataba de ayudar a la conservación de los lugares santos y el territorio cristiano (conquistado por la fuerza de la predicación y no de las armas), y, por otro lado, se trataba de proteger la propia casa, ya que la invasión no pararía en Oriente.
Ante la petición de ayuda del emperador Bizantino, en el año 1095, el Papa Urbano II celebra en Francia el Concilio de Clermont. En este concilio, Urbano II insta a la cristiandad a defender a sus hermanos de Oriente, su territorio y sus lugares santos. Transcribimos parte de su discurso:
De los confines de Jerusalén y de la ciudad de Constantinopla nos han llegado tristes noticias; frecuentemente nuestros oídos están siendo golpeados; pueblos del reino de los persas, nación maldita, nación completamente extraña a Dios, raza que de ninguna manera ha vuelto su corazón hacia Él, ni ha confiado nunca su espíritu al Señor, han invadido en esos lugares las tierras de los cristianos, devastándolas por la espada, el pillaje, el fuego; se ha llevado una parte de los cautivos a su país y a otros ha dado una muerte miserable; ha derribado completamente las iglesias de Dios o las utiliza para el servicio de su culto. Destruyen los altares después de haberlos contaminado con su inmundicia. Circuncidan a los cristianos y la sangre de la circuncisión es rociada sobre el altar o las pilas bautismales. Les gusta matar a otros abriéndoles el abdomen, sacándoles una extremidad del intestino que luego atan a un poste. A golpes los persiguen alrededor del poste hasta que se les salen las vísceras y caen muertos en el suelo. Otros, amarrados a un poste, son atravesados por flechas; a algunos otros los hacen exponer el cuello y, abalanzándose sobre ellos, espada en mano, se ejercitan en cortárselo de un solo golpe. ¿Qué puedo decir de la abominable profanación de las mujeres? Sería más penoso decirlo que callarlo. Ellos han desmembrado el Imperio Griego, y han sometido a su dominación un espacio que no se puede atravesar ni en dos meses de viaje.
La justa defensa es un concepto que no tenemos en cuenta a la hora de evaluar las causas de la primera Cruzada. Es de sentido común defender la casa y los lugares de culto propios en tierra propia. La primera Cruzada no fue un acto de imposición de la Fe. Fue un acto de defensa básico y lógico.