Cada quien tiene su propio concepto de lo que significa ser “una buena persona”. El concepto daría para hacer un tratado filosófico, pero sin ánimo de ser exhaustivos y siendo conscientes de que minimizamos mucho la cuestión, podríamos reducirlo de manera simple diciendo que una buena persona es “aquella que detesta la mentira y honra a la verdad”.
George Orwell (que en realidad se llamaba Eric Arthur Blair) estuvo en España durante la Guerra Civil, era comunista y aquí se dio cuenta de lo que era el comunismo. A partir de entonces escribió libros anticomunistas como Rebelión en la Granja y 1984. Orwell destaca en su libro los tres conceptos básicos del comunismo: “la guerra es la paz”, “la mentira es la verdad” y “la esclavitud es la libertad”.
Si nos ceñimos a esta definición podemos pensar que quien promueve un lema como “La mentira es verdad” es una mala persona. Jesucristo nos avisa en el Evangelio que Satanás es el padre de la mentira:
Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira.
Según Jesús, el diablo y sus seguidores poseen dos características especiales: “homicidas” y “mentirosos”. La nueva Ley de Memoria Histórica que el Gobierno de Pedro Sánchez quiere llevar a cabo es una ley que, de manera institucional, pretende mentir sobre la realidad que aconteció durante la Guerra Civil, y a la vez pretende ocultar los crímenes que se llevaron a cabo. Crímenes que no tuvieron que ver con la lucha armada entre contendientes, asesinatos macabros y diabólicos que se llevaron a cabo en la retaguardia y que no dejan lugar a dudas del odio demoniaco hacia la Iglesia.
Expondremos aquí uno de ellos, relatado por Javier Paredes (aunque esta temática daría para una larga serie), catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá:
Al obispo de Barbastro los milicianos le cortaron los testículos para que muriera desangrado.
El martirio y asesinato del obispo de Barbastro, Florentino Asensio, tiene todas las connotaciones de una crueldad diabólica. La noche del 8 de agosto de 1936 fue a buscarle a la cárcel, donde lo tenían preso, un grupo compuesto por Santiago Ferrando, Héctor Martínez, Alfonso Gaya, Torrente, el de la tienda de licores, y otros dos más.
Entre insultos y carcajadas comenzaron por atarle las manos por detrás con un alambre y lo amarraron, codo con codo, a otro preso más alto y recio que él. Y a continuación, le bajaron los pantalones para ver si era hombre como los demás. Y entre humillaciones y vejaciones, Alfonso Gaya exclamó burlándose del obispo:
—¡Qué buena ocasión para comer cojones de obispo!
Todos aprobaron la ocurrencia con una carcajada infernal. Santiago Ferrando le dijo que si tenía valor que lo hiciese y, sin mediar palabra, Alfonso Gaya sacó una navaja de su bolsillo y le cortó en vivo los testículos, los envolvió en papel de periódico y se los guardó en un bolsillo. Al instante, saltaron dos chorros de sangre que enrojecieron las piernas del prelado y las del otro preso atado a su espalda. Las baldosas del suelo quedaron encharcadas. Le cosieron la herida con hilo de esparto, como hacían con los caballos destripados, y chorreando sangre le obligaron a subir por su propio pie al camión que le llevaría al cementerio donde pensaban asesinarlo. Como sus movimientos eran lentos, para que acelerara lo empujaban y le insultaban: ———————————————-
—“Anda tocino, date prisa”. Le dijo uno de sus verdugos.
De los insultos pasaron a los golpes, y uno de los verdugos le hundió el pecho con la culata de su fusil, provocándole una doble fisura en el costillar del lateral izquierdo.
En el cementerio dispararon contra los presos, pero teniendo cuidado de no herir de muerte al obispo, con el fin de que falleciese durante la noche desangrado. Los quejidos de su larga agonía se podían escuchar desde el Hospital de San Julián, por lo que el doctor Antonio Aznar Riazuelo avisó por teléfono al comité de vigilancia de las lamentaciones que se escuchaban desde el cementerio. Poco después de la llamada del médico, subió al cementerio un grupo de milicianos y lo remataron.
Terrible historia acaecida en la retaguardia durante la Guerra Civil Española. Historia que no fue un caso aislado y que manifiesta claramente la maldad intrínseca con que se llevó a cabo. No se trata de ser de un partido u otro, se trata de evaluar la maldad de estos actos, y la maldad, también, de los que hoy en día pretenden ocultarlos y a los que hay que sumar el descaro de culpar de propiciar la guerra a los que intentaron frenar estas atrocidades.